Inaugurando una nueva etapa estratégica se ha producido un drástico giro en el largo y ambiguo proceso de la integración suramericana, con repercusiones regionales no tan inmediatas como profundas, e implicancias no menos importantes en la totalidad del continente americano, Europa e incluso las regiones de Asia y África pertenecientes al llamado tercer mundo.
Uno de estos ejes lo constituye el proyecto populista, después del colapso del “Consenso de Washington” que potenció la explotación neocolonial del “capitalismo salvaje” [Juan Pablo II], vaciando el espacio de la política de partidos y creando las condiciones para la irrupción democrática y luego la expansión autoritaria de una nueva forma de caudillismo.
El otro eje, más próximo, se expresa en la sorprendente elección de un Papa argentino, formado desde muy joven en el peronismo doctrinario, no partidario, para conducir a la iglesia universal en uno de los momentos más álgidos de su evolución en el mundo; ubicada además en el centro de una Italia paralizada políticamente por el desgaste y el dispendio de sus dirigentes tradicionales, y en una Unión Europea en grave crisis económica con signos de estancamiento y división.
No es fácil hacer una síntesis de este escenario geopolítico y geoeconómico que recién se estrena, pero es ineludible para apreciar su dinámica potencial, porque de ella dependerá la creación de numerosas situaciones nacionales y regionales, incorporando sus propias circunstancias y modalidades de poder localizadas específicamente. Por esta razón, es preciso reconocer que apenas entrevemos el perfil de un fenómeno de gran alcance, destinado a presidir, con variadas secuelas de coincidencias, contradicciones y antagonismos, toda una nueva época cultural y política.
Corresponde analizar brevemente cada factor protagónico, para evaluar su capacidad de acción y transformación intrínseca y los principales problemas que enfrenta, y luego hacer una comparación de sus ubicaciones relativas y relaciones de cooperación u hostilidad. Decimos esto porque el pontificado del cardenal Bergoglio procedente del extremo sur latinoamericano, aunque fuere prematuro calificarlo con exactitud, ya ha sido comparado con el de su mentor el cardenal Karol Wojtyla de origen polaco, alma del reordenamiento geopolítico de la Europa Oriental, que anticipó el fin de la Unión Soviética.
Resta por ver si un rol equivalente, aunque obviamente distinto, puede desempeñar el Papa Francisco, tratando de unir la inteligencia jesuítica con la humildad franciscana, para evitar la ruptura social, el desinterés institucional y la autosuficiencia política que la docencia neomarxista ha irradiado desde su decadencia en Europa. Ella plantea impulsar una “lucha cultural”, pero sin formar una fuerza propia, sino por “inserción” en la movimientos nacionales de nuestra América. Todo lo cual presupone una contienda por las ideas, que no debería llevar necesariamente a la reiteración de la violencia setentista, sino al rescate de los principios y valores de la “tercera posición" que, debe reconocerse, es un contenido esencial del justicialismo.
Recordemos que el populismo, en tanto esquema ideológico, surgió en la Rusia del siglo XIX como variante heterodoxa del marxismo y alternativa de organización de masas excluidas. En su visión económica rechazaba la progresión de las etapas del desenvolvimiento capitalista, optando por saltos e improvisaciones de cariz utópico. Como sujeto social descartaba el protagonismo del trabajador industrial sindicalizado, reclutando sus adherentes en el campesinado emigrante a la periferia de las grandes ciudades, a quien, “por su bajo nivel cultural”, se proponía conducir por círculos vanguardistas de “intelectuales revolucionarios”.
La denominación “populista” fue retomada cien años más tarde por los intelectuales de adhesión inicial stalinista, que ayudaron a promover el movimiento estudiantil del mayo francés (1968) contra el gran estadista que fue el general Charles de Gaulle. El desplazamiento hacia el neomarxismo ocurrió en forma paralela a su desencanto político con el partido comunista, iniciado con la represión soviética, en agosto de aquel año, de la “Primavera de Praga”, que duplicó las tropas que invadieron Hungría en 1956. Siempre en actitud elitista, fluctuaron después por el maoísmo, las revoluciones africanas y el guevarismo, con las conclusiones negativas que ellos mismos explicitan en sus manifiestos públicos y cátedras universitarias.
Desde la década del 80, aproximadamente, estos intelectuales especializados en la abstracción teórica y no la praxis concreta, caracterizados por ello como “sabios ignorantes”, produjeron una profusa literatura, que encontró eco en discípulos latinoamericanos. Estos eran militantes de una izquierda difusa, caracterizada por su oposición a los proyectos políticos nacionales, siendo el caso más notorio el peronismo en la Argentina, por su ideario político desarrollado a partir de la Doctrina Social de la Iglesia y la participación política activa del mundo del trabajo.
Pero esta vez el populismo, convertido en neopopulismo, no se ubicó como oposición sino como “superación” del movimiento nacional, aunque con notable coincidencias con aquel fenómeno surgido tan lejano en el espacio y el tiempo: instrumentación de la desocupación masificada; visión utópica de la economía; desinterés por la eficacia administrativa; descarte de todo tipo de organización gremial y sindical; negación de la concertación y el diálogo, e intento de conducción mediatizada por intelectuales encargados de interpretar la realidad a través de un “relato”.
Este pensamiento alcanzó su vértice en Caracas, transformando las posiciones iniciales del presidente Hugo Chávez, hasta llegar a la exaltación extemporánea del castrismo y el excesivo estatismo. Con todo, entre los logros del neopopulismo debe registrarse la recuperación soberana de los recursos energéticos en Venezuela, Ecuador y Bolivia; así como su afán distributivo de la renta nacional en los sectores sociales más postergados. Entre su déficits evidentes están: la falta de productividad; el subsidio crónico sin contraparte laboral genuina; el aumento desmesurado de la burocracia estatal con fines partidistas; y el desgaste institucional del sistema republicano por la concentración total del poder.
En el plano de la Unasur, como propuesta de unión regional integral, que se creía factible, la creciente influencia del neopopulismo y su conexión con potencias medianas extracontinentales como Irán, por lo menos hasta el sensible fallecimiento del Comandante Chávez, ha resultado en una relativa pérdida del impulso inicial. Allí se conjuga, sin duda, las opiniones adversas a este rumbo de países como Colombia, Perú y Chile; las fricciones irresueltas por viejas temáticas fronterizas entre algunos estados miembros [Perú-Bolivia-Chile] y los desencuentros comerciales y diplomáticos [por ejemplo entre Argentina y Uruguay].
Ahora, la elección del cardenal Bergoglio implica una serie de hechos y situaciones inéditas que bastan por sí para dimensionar su carácter histórico y alcance global. Es el primer Papa no europeo en 1500 años de trayectoria; el primero latinoamericano; es también el primer jesuita; y a su asunción concurrió el patriarca ortodoxo griego ausente desde el cisma entre Oriente y Occidente del año 1054.
Es evidente que la votación del colegio cardenalicio se encaminó contra los sectores comprometidos de la curia romana, con predominio italiano, afectada por escándalos sexuales y financieros de inusitada publicidad; y que en este comicio tuvo gravitación relevante el clero estadounidense representado en la figura del cardenal Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York. Por ello conviene reflexionar sobre el nuevo rol del catolicismo norteamericano, tradicionalmente dirigido por sacerdotes de descendencia irlandesa, pues se ha propuesto conducir la enorme masa de inmigrantes “hispanos”, especialmente mexicanos y centroamericanos que, siendo ya la primera minoría del país no deja de crecer, manteniendo sus creencias y rasgos culturales. Este rol trasciende la preocupación por la reforma migratoria prometida y aún pendiente, y enfila sobre los prejuicios raciales del conservadorismo protestante contra todos los pueblos al sur del Río Bravo.
La iglesia estadounidense, con más de 40 millones de fieles cotizantes, es la más rica del mundo católico y auxilia a otras necesitadas de apoyo, con la consiguiente influencia pastoral y política. Por esta causa, y según sondeos que señalaban la gran aceptación del Papa argentino, superior a la de Barak Obama y Hillary Clinton, el presidente lo calificó de “primer Papa de las Américas”, englobando al norte, centro y sur del continente y “paladín de los pobres”, enviando a la celebración en Roma a su vicepresidente y a su flamante secretario de estado, ambos de filiación católica.
Queda así abierto un debate crucial sobre las implicancias geopolíticas y políticas de la nueva estructura de gobierno vaticana, especialmente la dedicada al orden internacional y las relaciones con otras religiones y cultos, en las que Bergoglio demostró su amplitud ecuménica. De todos modos, puede augurarse, de cara al futuro, que su influencia mundial y regional en esta etapa será la mayor que podrá ejercer un argentino. La esperanza está dada por una personalidad consolidada en tantos años de prédica, gestos y acciones coherentes con sus convicciones, en las que se destaca su posición elejada por igual del neoliberalismo y del neomarxismo.
Sin embargo, toda su agenda de trabajo, que implica un “volver a empezar” para sacar a la iglesia de su autoreferencia burocrática y relanzarla al camino testimonial y misionero, debe comenzar por casa, realizando los profundos cambios estructurales y de dirección que se reclaman imperiosamente. Desde su conducta sencilla y austera, pero también entusiasta y firme, debe limpiar y reorganizar la intrincada curia vaticana, sanear su banco, el IOR, acusado de lavado de dinero y otros fraudes; sancionar severamente los escándalos morales y a la jerarquía encubridora; y además alentar la vida eclesial en la comunidad parroquial como lugar de pertenencia religiosa y base de servicio social, como lo hizo en Buenos Aires enfrentando a todas las formas de explotación y esclavización.
Aparte de este impacto internacional y social, debe destacarse su calificación de la verdadera política, no la politiquería, como un servicio irremplazable de bien común, condenado la corrupción, la codicia y la violencia.
Dicho lo cual, se comprenderá mejor el contexto regional y los tratados y alianzas que nos incumben para puntualmente actualizar y fortalecer Unasur y Mercosur. Habrá sin duda aquí un antes y un después del Papa Francisco, no por señales superficiales y directas que interfieran con la tarea de los partidos, sino por la creación de nuevos fundamentos para retomar paulatinamente el proceso integracionista sin interferencias ideológicas, ni intervenciones polémicas en la vida político-institucional de los países [Paraguay].
Digamos que, en el centro de toda cultura existe un núcleo fuerte de valores éticos y creencias religiosas que comprenden también a quienes dicen negarlas. Recuperar estos valores profundos, aún en una sociedad predominantemente laica, es primordial para rescatar, a su vez, los ideales convocantes de las diferentes fuerzas políticas. Lo contrario, sería anticipar la decadencia del país por la simulación y el arribismo a costa de toda dignidad y coherencia.
El neopopulismo se manifiesta con gesto autoritario que busca desalentar la diversidad creativa del individuo, de la familia y finalmente del pueblo en general, imitando totalitarismos que intentan imponer su propia mitología. En cambio, la fe en la que reposan los pueblos responde a una tradición acuñada en la evolución histórica, para enfrentar sólidamente las adversidades, lo cual es clave en la construcción de la comunidad organizada. En tal sentido, los últimos desastres naturales, potenciados por la ausencia de planificación y estrategia que evidenciaron fallas en el control de la gestión, han puesto de relieve, por contraste, la reserva moral y la voluntad solidaria de las grandes mayorías nacionales.
El estado, no puede estar ausente, ni tampoco caer en un exagerado intervencionismo; ni en el mantenimiento de estructuras clientelares anacrónicas. Se vislumbra así un cruce de caminos con quienes piensan, por semejanza con las enseñanzas de los buenos pontífices, que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”, tanto en el orden social como en el orden internacional [7.4.13]
Por Emb.
Julián Licastro y Dra.
Ana María Pelizza