En su interpretación más simple un damero es una configuración constituida por cuadros (o escaques) de colores contrastantes alternados.
Un piso de baldosas negras y blancas interpuestas nos acerca a su fisonomía, pero por sobretodo, los tableros de juego de ajedrez y damas, de este último derivaría su nombre.
Apelando a este recurso de simplificación, la realidad política de la América del Sur, bien podría asemejarse a esta descripción.
Manifiestas afinidades se han tejido en lo que podría ser llamado un eje Caracas-Quito-La Paz-Buenos Aires. Una urdimbre signada por diagonales y no por linealidades verticales u horizontales.
Ya no la justificación sino la aproximación a una explicación pretendidamente científica debiera ser buscada en varias fuentes.
La historia: las hermandades, bajo el oxímoron de que nada es más antagónico que lo semejante, nos llevaría a las rivalidades atávicas entre hermanos de cuna común.
Dado que no hay lucha más cruel y despiadada que la librada entre hermanos, la afinidad signada por un pasado común y compartido, es sobrada muestra de desgastes y enconos que, en gran medida habilitan a la siguiente fuente.
La geografía: la vecindad ha sido otro factor de disturbios. Sin caer en el absurdo, la imposibilidad de “evitar al vecino” (sería como intentar suprimir el último vagón de un tren), disputas fronterizas, conflictos traumáticamente cerrados o, definitivamente abiertos, muestran pasados turbulentos como lo ha sido la guerra del guano que enajenó superficies considerables del desierto atacameño, enlutó las selvas peruano ecuatoriales en recientes disputas, lastimó generaciones que aun recuerdan una triple alianza cruel y casi inexplicable o un Chaco ensangrentado en el Siglo XX.
Las afinidades circunstanciales: hoy la diplomacia “son las diplomacias”. La proximidad incremental de los estados, no por lo geográfico sino por los medios que la facilitan, habilita relaciones desde lo intraestatal con el exterior. Hoy, los primeros mandatarios son los que llevan en sus estilográficas las firmas definitivas que sellan los compromisos bi o multilaterales. El reconocimiento de sus semejanzas y simpatías (en su verdadera acepción) ha delineado identificaciones que construyeron puentes de muy robusta solidez.
Recurriendo a la metáfora espacial o geométrica, estas alineaciones o ejes reconocen un origen remoto. De lo inmediato a lo cercano el “eje” del mal invocado por el predecesor de Barak Obama refería en el invierno boreal del 2002 de su discurso anual sobre el estado de la unión, a Irak, Irán y Corea del Norte, países a los cuales posteriormente, se agregarían otros (inclusive sudamericanos).
Otro eje no menos importante fue el constituido por los estados que, en oposición a la alianza atlántica constituyeron Alemania-Italia-Japón, actores protagónicos de la segunda conflagración mundial.
Estas asociatividades no yuxtapuestas, no lineales, no espaciales se oponen a los criterios de asociación “vecinal”, regional o de casuística inmediata como los que vinculan países que ocupan un lugar influido por un mismo argumento geográfico como lo es el macizo andino que configuran la denominada Comunidad Andina de Naciones o el propio Mercosur.
Uno y otro criterio, ambos opuestos, conviven delineando convergencias o confluencias que bien podrían reconocerse con el título que da nombre a esta reflexión. Siendo la historia, la geografía y las afinidades las que operan en su concreción.